Sunday, September 25, 2016
Ignacio Atto Paco, afilador de cuchillos
Sus pasos han recorrido toda la ciudad, mientras durante horas empuja su esmeril portátil observando puertas y ventanas que puedan responder al enérgico sonido que se vierte de su zampoña plástica. Con más de 25 años juntos, la zampoña recubierta de masilla automotiva y él se constituyen en una especie de héroes anónimos para los hogares de una generación que, poco a poco, soslaya su vitalidad en estos tiempos de voraz tecnología.
Así como los ya extintos soldadores de ollas de aluminio y platos de fierro enlozado, los afiladores de cuchillos tienden a desaparecer de la memoria popular, y con ellos también parte de nuestra identidad cultural. Así como en una especie de apología de los sujetos esenciales para una ciudad, hace ya más de 30 años atrás Jaime Sáenz escribió sobre los afiladores que: “Anunciando su paso por las calles con las notas agudas al par que gratas de una especie de zampoña de metal, y empujando su esmeril ingeniosamente montado sobre ruedas y accionado a pedal, cumple el afilador una tarea de positivo valor, restituyendo el filo a los cuchillos, dagas, tijeras, navajas y otros artículos indispensables en las faenas cotidianas”.
Y es que así como muchos otros oficios, la tarea de un afilador contemplaba la noble posibilidad de mantener con vida los utensilios metálicos del hogar, que a diferencia de estos tiempos de desecho material, debían renovar su funcionalidad periódicamente restituyendo su filo para cumplir con sus tareas. Así, estoy seguro que muchos tuvimos la suerte de conectarnos en el tiempo con generaciones pasadas de la familia entablando faena junto a cuchillos o tijeras del siglo pasado, que gracias a los afiladores llegaron a nuestras manos teniendo más años encima que nosotros mismos, por lo que su razón de ser en la sociedad boliviana estaba más que justificada.
Sin embargo, por muchas razones que superan lo material, este oficio es cada vez más escaso y por esa condición, a la par, cada vez más noble.
Ignacio Atto Paco es afilador de cuchillos y otros enseres domésticos metálicos que necesitan, de cuando en cuando, unos toques mágicos de piedra esmeril para no perder su vitalidad de corte. Nacido en la localidad de Cuchagua en la Provincia Antonio Quijarro del Departamento de Potosí, tiene 55 años a la fecha y ofrece sus servicios de afilador desde los 17.
Según nos comenta, es afilador por influencia de un tío suyo que lo impulsó a dedicarse al oficio toda vez que la necesidad le obligaba. Habiendo empezado su vida productiva desde muy chico, recuerda que su primer oficio fue la de cargador en los mercados de Potosí. Ahí sufrió como nunca la necesidad de crecer y superarse a sí mismo para enfrentar el largo camino que todavía le esperaba por delante. Con seis hijos y una familia que sacar adelante, la vida de Don Ignacio ha sido siempre difícil, pero con sacrificio, trabajo y mucho esmeril, las cosas se han superado un poco, aunque no del todo porque cada vez más, son muy pocas las personas que le dedican un par de minutos a revivir sus utensilios.
“Cada día que pasa tengo que caminar más y más” nos comenta, haciendo visible su cansancio mientras se detiene a recordar su historia de vida, aunque de repente se atisba una leve sonrisa al tomar en las manos su incondicional compañera: su zampoña plástica a la que él conoce como “silbato”.
“Hay dos cosas que definen a un afilador, un buen esmeril y “estito” (mientras palmea suavemente y con cariño a su cómplice musical que hace notar su presencia en los barrios). Si no está contigo y no sil- ba mientras caminas, no eres afilador”, sentencia, por lo cual consideramos que además de constituirse en un oficio de mucha condición física, la tarea del afilador es también la de un artista que camina cargado de historia, y que con mucho espíritu se expresa en el viento de una zampoña sideral, que en lugar de simplemente musicar, pretende más bien expresar el clamor de la vida de un oficio al que podemos salvar, si aprendemos a escuchar las historias de quienes los encarnan.
Por un filo impresionante en los cuchillos de casa, y, particularmente, por hacer que mis oídos escuchen más allá de los sonidos, el agradecimiento eterno a Don Ignacio Atto por permitirme contar su historia, hasta antes de estas líneas anónima.
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