Sunday, October 30, 2016

Cesar, el telegrafista de 88 años que aún repara cocinas



Hablar por teléfono fijo cómodamente sentado desde la casa o una oficina, hablar a largas distancias mientras uno camina, chatear por WhatsApp o hacer video llamadas desde un teléfono móvil, son algunas de las comodidades que el mundo de hoy ofrece a las personas en cuanto a las comunicaciones se refiere.

Sin embargo, en la actualidad, no muchos conocen o se imaginan lo que costó llegar a esta realidad, y mucho menos saben los trabajos que se tuvieron que hacer para lograr tener lo que hoy ofrece el mundo de la comunicación. El telégrafo fue uno de los inventos que marcó un hito en este ámbito y El País eN logró hablar con uno de los pocos operadores de este aparato que quedan vivos en Tarija. Ésta es su historia.

Una vida dura
Cesar Porcel Albornoz nació en Villazón – Potosí un 4 de junio de 1928. Quedó huérfano de padre a la edad de siete años. Antes de esto, su madre se había separado de su papá pues a él le gustaba jugar. “Jugaba poker, crap, ganaba y perdía”, recuerda.
Tenía seis hermanos, tres mujeres y tres varones, por lo que con una familia numerosa y esas malas experiencias que le tocó vivir de muy pequeño, le dejaron un camino duro en su vida.
“Mi vida fue todo un descalabro, con mi madre sola y sin apoyo”, dice. Cuenta que cuando su padre murió les dejó una herencia, gran parte de ésta fue sólo para sus hermanos mayores. Recuerda que ellos pusieron a su madre en varias situaciones complicadas, que le obligaron incluso a vender la herencia que su padre les había dejado.
“Yo era pequeño y quería estudiar pero cuando mi hermano mayor salió del cuartel, le dijo a mi mamá que quería trabajar con un camión pero no tenía dinero para comprar uno”. De hecho, le había prometido que con el dinero que obtenga del camión iba a ayudar a los hermanos más pequeños a estudiar, pero nunca lo hizo.
Su madre vendió ilusionada media casa para comprarle el camión, pero su hermano comenzó a trabajar y de ahí, a tomar con sus amigos. “Las cosas no andaban bien”, recuerda.
“Yo iba a la escuela descalzo, los amigos de la escuela me veían así y me pisaban, me maltrataban. Quería estudiar pero no pude porque mi madre no tenía los medios para ayudarme, así que llegué apenas al cuarto básico”, añade.
Por este motivo, al dejar la escuela, Cesar ayudó a su madre a vender las empanadas, pan, masas y helados que ella hacía para sostener a sus hijos.
Después de eso trabajó de todo, como ayudante de un despachante de Aduana, hacía mandados en la frontera, limpiaba pisos, limpiaba vidrios, cargaba bultos de los pasajeros del tren. Se metía en todo lo que podía para ganar unas monedas.
Pero mientras él hacía todo esto, otro de sus hermanos mayores y con problemas en su familia acudió a su madre para pedirle ayuda, pero además, el poco dinero que tenía. Esto molestó mucho a Cesar.
A la edad de 11 años aproximadamente, cuando charlaba con un amigo que trabajaba en una tienda de repuestos, vio por primera vez un telégrafo. El pequeño aparato le impactó tanto que después de eso, se construyó uno de madera con el cual jugaba a enviar mensajes.
A la edad de 15 años, entró a trabajar como mensajero en una oficina de radio comunicaciones y fue en éste lugar, donde su jefe José López Argandoña le enseñó a leer “de verdad”. “Mi jefe me preguntó ¿usted sabe leer? le dije que sí y lo hice, pero luego me preguntó ¿Y qué entendió de lo que leyó? y le dije que nada. Ahí fue cuando me enseñó a leer y entender”, recuerda.
Después de eso, a la edad de 16 años, se postuló al cuartel, pero fue calificado como inhábil por sus escasos 46 kilos de peso. Molesto por la respuesta de los militares habló con uno de jerarquía y le hizo conocer su molestia, advirtiendo que si no lo recibían él engrosaría las filas militares de Argentina. Tras esto fue recibido.
Una vez en el cuartel, su estadía fue dura pues los militares querían hacerle desertar. “En las noches me pegaban unas golpes y baqueteadas que me hacían llorar, pero nunca les mostraba a ellos”, dice.
Cuando se recibió como cabo, quería trabajar y así lo hizo en varios lugares. Fue ayudante de cobros de un contador, después trabajó en una tienda de abarrotes y finalmente, cuanto tenía entre 19 y 20 años, entró como aspirante de telegrafista.

El telegrafista
Después de la Guerra del Chaco se crea en Bolivia la Dirección de Telecomunicaciones Rurales (Diter), que tenía presencia en puntos estratégicos del país como La Paz, Cochabamba, Santa Cruz, y casi todo el occidente. Lo que hacía era enviar y recibir mensajes haciendo uso del telégrafo y el código morse.
La tecnología no era tan buena y lo hacían por tramos, es decir, si alguien quería enviar un mensaje a Huanuni, éste debía pasar por Villazón – Tupiza – Uyuni – Pulacayo para finalmente llegar a su destino. Lo mismo pasaba con otros puntos.
Esto se debía a que las conexiones eran muy rústicas, es decir, eran cables que iban de un poste a otro, y los mismos no tenían buena fidelidad. Justamente por esto, en las uniones de poste a poste se generaban cortes, y si aquello pasaba no llegaban los mensajes a su destino.
Entonces, para solucionar esto que se daba a menudo, Diter tenía personal que hacía todos los días una verificación a pie de las conexiones de poste a poste. La primera tarea de Cesar fue justamente ésta. Él caminaba todos los días entre 15 kilómetros de ida y otros 15 de vuelta, para verificar si la conexión estaba bien. En caso de falla, debía reportarlo y solucionarlo.
Después de esto, como aspirante, le aconsejaron aprender el código morse, que es un lenguaje de puntos y rayas para comunicar mensajes a larga distancia. Aprendió primero eso, pero le faltaba escuchar y entender los mensajes, que fue la parte más difícil de su aprendizaje, pues le tomó cerca de dos años.
“Una vez que conoces el alfabeto debes aprender a hilvanar palabras, entender esos pequeños golpecitos con una pequeña interrupción que significan algo. También tenía que aprender a transcribir y escribir los mensajes”. En Diter todo se hacía a máquina de escribir, y cuando ellos recibían o enviaban un mensaje, ellos lo hacían con una copia en papel carbónico. El original lo entregaban al destinatario y la copia se quedaba de respaldo.
Cuando Cesar aprendió a escribir y escuchar mensajes, él ya se había estabilizado en la empresa, se casó, e incluso volvió a una sucursal en Villazón, tras una renuncia. Ahí hacían turnos por la mañana y noche unos, mientras que los otros por la tarde. Como su sueldo no era mucho y ya tenía una familia que mantener, en sus horarios de descanso, él arreglaba artefactos y equipos de todo tipo.
Arreglaba cocinas, candados, estufas, todo lo que podía, para poder generar más ingresos económicos y hacer estudiar a sus hijos. De hecho, su hijo José cuenta que su padre le sacó profesional gracias a los ingresos que obtenía con esta segunda actividad. Para hacer todo esto, él aprendió a arreglar este tipo de artefactos de manera autodidacta.
Ser telegrafista fue su principal actividad y Cesar no tiene ni la más mínima idea de la cantidad de mensajes que le tocó recibir y enviar a lo largo de sus 36 años de servicio en este oficio. Pero de lo que sí está consciente es que fue uno de los “confidentes” de miles de mensajes que pasaron por sus manos. No recuerda aquellos mensajes, pero asegura que los más comunes eran aquellos de felicitación o citaciones para conferencias en radio.
Dice que los mensajes más confidenciales en esos tiempos eran aquellos relacionados con los divorcios y las transferencias de dinero, que por cierto, éstas últimas tenían un sub código detrás del mensaje que sólo las entidades financieras podían descifrar.
De esta manera, Cesar recuerda emocionado su paso por el uso del Telégrafo, pero además cuenta orgulloso cómo le tocó ser parte del equipo con el que se fundó la exitosa Empresa de Telecomunicaciones de Bolivia (Entel). “Primero fue Diter, después fue Telecomunicaciones del Estado y finalmente Entel”, añade.
Hoy Cesar ya tiene casi 90 años y vive con su mujer en una casa que su hijo puso a su disposición en Tarija. Si bien ya dejó el oficio de telegrafista, todavía sigue practicando su segundo oficio, arreglando artefactos y cocinas en un pequeño, pero nutrido taller que tiene en su domicilio.

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